jueves, 6 de mayo de 2010

Crónica chanquina

Todos los adultos fuimos niños, un mundo sin infantes, no permitiría un mundo de adultos, ni de abuelos. Todos tiramos semillas, creamos historias diferentes, o muy similares entre sí. Debe ser porque las posibilidades son casi siempre las mismas, sólo es el mismo individuo el que decide hacer sus sueños realidad. Hoy recuerdo mis primeros años, con la mente despierta a todo estímulo natural, todo era impresionante, recuerdo que miraba con ojos de microscopio las plantas y el cielo, me acuerdo de los jardines que conocí, el primer mundo limitado de los niños. Fui tan feliz como mis hermanos y primos jugando en esos patios llenos de flores, árboles, palos, troncos, tierra, bichitos, mascotas y para coronarlo, un cielo extendido hasta el infinito resguardando cada cosa que ahí ocurría. Teníamos una imaginación digna de niños obligados a entretenerse solos, a llenar esos vacíos de ansiedad con creaciones e improvisaciones. El jardín de la casa de mi abuelo en Chanco, que ya no existe tras la demolición de la casona, es el motivo que me impulsa a plasmar esos recuerdos, de una forma muy vaga probablemente. Esa casa con olor a adobe, a humedad en invierno, a viejitos todo el año, guardó hasta hace una semana, cientos de visitas realizadas sagradamente cada fin de semana, al menos hasta que dejamos de vivir en Cauquenes. Me acuerdo de llegar a ver al tata Tuco, que con balbuceos por su trombosis, nos saludaba más feliz que pajarito en primavera porque llegaba su Pato, con su querida nuera Cone, que alguna vez fue conocida como Conejita, motivo de lo buena que era para comer, aún así era guapa y delicadita como ella nomás. Mi tatita lindo, vivía en su pueblo natal como muchos abuelitos y gente de campo, un lugar maravilloso para vivir la vejez. Mi papá, su segundo hijo de cuatro, dos hombres y dos mujeres, se llama igual que su padre. Siguiendo la tradición, bautizó a mi hermano como él y el tata, poniéndole el aprecio que le significaba ser bautizado así, Francisco Patricio Pérez. Como era el único, que cargaría con el honor, jeje para colmo de algunos, me daba cuenta sin celos, porque no era asi, de que el tata le tenía tanto orgullo al enano, que cada vez que iba, lo regaloneaba llevándolo a tomar una bebida al Club Social, como muestra del festejo de tener un nieto que llevara su apellido. El abuelo era así, a la antigua, correcto, mañoso para sus cosas, pero también demasiado amoroso, cargante a ratos con sus hijos, don que mi papá heredó. No tengo mayores aventuras en Chanco, no así mis hermanas mayores que pasaban temporadas vacacionales con el Tuco y la abuela Violeta, rompiendo más de un corazón chanquino, las nietas del Tuco Pérez eran admiradas y queridas sin exagerar. Todos las conocían, porque mi abuelo era muy famoso, aún lo es, mucha gente lo recuerda con aprecio y admiración, así como a la abuelita Dolores, que no alcancé a conocer, pero por lo que dicen las buenas lenguas, era un ángel, capaz de hacerles canastos llenos de rosquitas a sus hijos para regalonearlos, receta que mi mamá aprendió y que le enseñó a sus hermanas, así se traspasan las buenas costumbres. Volviendo a las visitas de mis hermanas, el tata feliz con las nenas en su casa, las entusiasmaba con paseos al bosque, a la playa, a la plaza, a veces las obligaba a desfilar llevando el estandarte del Club Deportivo Chanco del que el abuelo fue fundador, con toda esa presión a cuestas, mis hermanas lo llevaban con vergüenza más que orgullo, no les debe haber sido gracioso desfilar ante tantas personas, ni menos jóvenes que las pretendieran, el único orgulloso, era el abuelo que las miraba más inflado que piñata. Una anécdota de mi hermana Alejandra, mis papás la mandaban sola en micro a Chanco, lo que le encantaba, asi como los huevos duros que comía hasta hartarse en sus viajes y paseos. Siempre la molestan por su amor a comer de chica, de todas maneras era tan encantadora, que logró enamorar a varios chiquillos de la zona, sin interesarse ella.
Me gustaba mucho la naturalidad de la zona, el camino no permitía pestañeo, de hecho aún, pero los paseos de esos años, estaban llenos de lluvias especiales, campos verdosos, una casa con un árbol en el centro, la del tío Chanduja, (muchos paseos tuvimos ahí con mis tíos queridos de Cauquenes) los aromos en septiembre, que desplegaban el olor más rico del mundo. Mis papás ponían música de su gusto, pero cabían justo para las sensaciones que nacían de los viajes; escuchaban Illapu, Víctor Jara, entre otros. Mi papá a veces nos contaba cuentos, a su estilo, un poco chistosos como su característica. Un día con mi hermano estábamos jugando en la casa de Cauquenes, un domingo primaveral porque no hacía frío, era tanta la exaltación, que no quisimos ir con mis papás a ver a los abuelos. No nos detuvieron en nuestra decisión, felices nos quedamos jugando, éramos muy chicos. Cuando llegaron, nos mandaron a acostar como a las 8 de la noche, los dos llorábamos como magdalenos, no evito reírme al acordarme. A pesar de lo sublime del paseo, tengo que admitir mi pésima resistencia a las muchas curvas que constituyen la vía para llegar a la costa maulina. Era la más chica del auto, aunque de largas extremidades, me enrollaba adelante con mi mamá. Mis papás debían saber que yo me iba a marear, no había viaje sin que lo hiciera. Cuando estaba blanca como papel, paraban el auto y yo echaba afuera mi malestar, así me sentía mejor. El jardín de la casa era tan extenso a los ojos nuestros, lleno de flores y árboles, habían calas que le gustaban a mi mamá, camelias, hierbitas de varios tipos, y árboles frutales. El tesoro escondido estaba atrás, resguardado con candado. Había que pasar un pasillo estrecho y oscuro, que me daba pánico ir sola. Cuando íbamos todos era la oportunidad de pasar sin miedo y recorrer el terreno ansiado. Los papayos del final, trepar las ramas, alcanzar los frutos, el olor. Todos reíamos porque éramos monos colgando de sus ramas, medios trapecistas moviéndose de un lado a otro, según dónde se encontrara la fruta. A veces plantaban frutillas, blanquitas como son las originales, con el dulzor preciso para comerlas solas, o para hacer ponches típicos de la gente chanquina. La matanza de los chanchos también era un espectáculo, con mi hermano y yunta de expediciones en esos años, nos filtrábamos entre las ramas, haciendo tonterías, apreciando el paraíso de la flora y fauna, mirábamos cómo descuartizaban a los pobres cerditos para hacer mil causeos con ellos. A mí nunca me gustó eso, era de las niñitas a las que les metían miedo fácilmente, y mi hermano más pillo, lo hacía harto. Para contrarrestar esos temores, a veces jugaba con los abuelos, cortaba una florcita y se la pasaba al tata para que se la diera a la abuela. La Viole le decía: ¿pololiemos?, a mi me gustaba eso. Jugábamos a que yo era su profesora, el tata se reía. A lo mejor nunca fui una nieta extraordinaria como las mayores que aprovecharon y vivieron bajo el respeto amoroso de la relación entre abuelos y nietos, el respeto hacia los más sabios. No debo haber sido así, no lo fui nunca, no porque haya sido mala, sino porque no alcancé a vivir esos años, pero tengo una memoria extraordinaria para recordar al menos, los años que me tocó de visitante y excursionista del pueblo que crió a mi familia paterna.

Pareciera que parte de una gran historia familiar se fuera a dormir, pero queda en nosotros despertar.

Con amor, a los artífices de mi emocionante existencia, mi familia, primos, tíos, abuelos, amore.

No hay comentarios:

Publicar un comentario